A mi madre y mis abuelas

Yo nunca quise ser madre hasta el día en que decidí que sería madre. Antes de aquello, solamente pensaba en lo horripilante que podría resultar la maternidad. Y no, no es una exageración. Aun cuando decidí traer al mundo a otro ser humano, el miedo no me abandonó ni un instante. Con los años he aprendido a vivir con él, a dominarlo, a hacerlo incluso mi aliado, pero estoy consciente de que no se irá jamás. Mucho menos viviendo en este país.

            Lo que en esta tarde me hace escribir es una emotiva reacción por una frase leía en redes: “Hoy recuérdala, evócala, llámale, abrázala, dile que la quieres. Para regalarle algo tienes otros 354 días”.

            Así que la evocación me hace comenzar un escrito que intenta, por todos los medios, la reflexión sobre la maternidad. No pretendo crear un efecto dominó que llegue a todos los rincones de las conciencias del planeta pero sí quiero ocasionar un pequeño aleteo de mariposa en la cabeza de quienes me regalen su lectura.

            Es muy difícil ser madre en una sociedad como la nuestra que está encaprichada en hacerse de la vista gorda y no ver con ojos de autocrítica lo que sucede a diario. No hablaré desde las experiencias que no tengo, no puedo siquiera imaginar el sentimiento y la forma en que se ha transformado la vida de quienes siendo madres saben desaparecidos a sus hijos e hijas; así que me centraré en mi experiencia.

Decidí ser madre sin tener muy claro el camino que debería andar después de dar a luz. No lo decidí sola, los hijos no son de generación espontánea. Lo hice de la mano de quien, entonces, era mi pareja y, para mí, el hombre con quien compartiría el resto de mi vida. Así fue mi educación; eso fue lo que creí que pasaría, porque las cosas así deben de pasar. Así lo habían hecho mi madre y mis abuelas. Lo que pasó distinto, o casi distinto, fue que el padre de mi hija no se quedó a mi lado. Un buen día tomó sus cosas, se llevó algunas mías y se marchó. No dijo nada más. No dejó una nota. Tampoco existió una explicación telefónica. Como era de esperarse, no pensé mal. No estaba educada para pensar mal, sino para justificar lo que había pasado. Así que me puse a buscar a ese hombre por todos los medios que tenía a mi alcance para entender lo que le estaba sucediendo a mi vida. En lo que realizaba mi búsqueda y me encontraba sola debía tomar, de nuevo una decisión a cerca de mi maternidad. Replantearme una decisión que ya había tomado no fue sencillo. ¿Abortar?, ¿parir?  Y entonces, ¿qué? Y no me detendré a hablar sobre si el aborto era o no legal en ese momento. Queridos lectores, el aborto ha sido una práctica desde siempre. Y en mi caso, yo conocía muy bien el lugar ideal para hacerlo. Cerca de mi pueblo existía una clínica de lujo, para esos rumbos, en la que podías llevar el control durante tu embarazo o interrumpirlo. Esa clínica estuvo atendida por una extraordinaria mujer que había desarrollado la sensibilidad para hacer sentir tal seguridad a cada mujer que entraba a su consultorio que su fama se había extendido entre los municipios cercanos. Yo conocí ese sitio por azares del destino. A ella también y siempre la admiraré y respetaré por su profundo compromiso con las mujeres que llegaban a su consulta. Abortar, hace 13 años, en mi pueblo, habría sido totalmente posible para mí. Y sin embargo, elegí llevar a término mi embarazo y amar a mi hija aún sola. Porque, dicho sea de paso, no resulta sencillo amar a un ser humano cuyo padre encarna las peores pesadillas o las peores traiciones.

            Cuando llegó el momento de dar a luz ya me había convencido de que estaría sin el apoyo de su padre. No tenía dinero, ni seguridad social, ni trabajo estable. Solo tenía un bebé a punto de salir de mi cuerpo. No puedo decir que me sentí desolada porque no fue así del todo. Mi mejor amigo me ayudó con los gastos del parto, mi madre me cuidó y abogó por mí cuando me maltrataron en el hospital. Mi hermana menor, quien entonces tenía 13 años, me ayudó con su jovialidad y entusiasmo. Pero la gente del hospital, es decir, los médicos, las enfermeras, las trabajadoras sociales, todos me mimaron de las peores formas en que se puede mirar a alguien. Cuando desperté, porque mi hija nació cuando estaba inconsciente por “complicaciones del parto” estaba absolutamente hinchada por las reacciones alérgicas de un medicamente que me aplicaron y que, obviamente, estaba señalado en mi expediente como “alérgica”. Además, me desperté con la noticia de que tenía un dispositivo intrauterino para evitar otro embarazo bajo el argumento de que “las que no tienen marido, a cada rato viene a tener más hijos”. El médico que me dio la noticia además agregó que “era lo mejor para todos”. Intenté replicar diciéndole que mejor me operara porque yo estaba segura de que nunca más sería madre. Y él arremetió diciendo “estás muy joven para saber lo que quieres” y que aún podía “rehacer mi vida”. Desde ese día mi frase de autoaliento es: mi vida está hecha y continúa haciéndose.

            La decisión de ser madre se convirtió casi en una cuestión de renovación de votos diaria, y no por las implicaciones propias de cuidar a un ser humano que requiere el 100% de mi atención, sino porque el entorno tan hostil y violento me hace decir que si hubiera tenido en cuenta siquiera la mitad de las humillaciones, maltrato y discriminación que sufriría por ser madre “soltera”, seguramente no lo habría hecho jamás. Sé que esto no es lo políticamente correcto pero es lo que es. Estoy segura que muchas mujeres en situaciones parecidas a la mía o peores también se han sentido así. Sé que externarlo no es sencillo, pero es necesario. No somos rinocerontes con la piel ultra gruesa para soportar todo lo que el medio quiera hacernos, decirnos, reclamarnos. Porque mi “querida” familia extendida se encargó de reclamar mi falta de respeto hacia todos ellos (¿?) por no haber conseguido un hombre, por haber salido por con “mi domingo siete”. Y esa historia de reclamo constante y discriminación se repitió con muchas empleadas gubernamentales, con profesores (aunque aquí fueron casos aislados), con médicos en los servicios de salud, con supuestos amigos. Para todos ellos yo tenía en el pecho la letra escarlata del fracaso. Así que, gozar de la maternidad es un acto heroico en un medio hipócrita y vil que no celebra la maternidad, sino la capacidad de una mujer para retener a un hombre con ella a pesar de lo que eso pueda significar. Esa misma sociedad es la que señala que una madre soltera no tiene derecho a divertirse, a crecer como persona, a experimentar la vida o a conservar su individualidad; como si todo derecho a ser persona no fuera simplemente por el ser humanas, sino que se tratara de una transferencia que otorga el hombre que las acompaña. Quizá esta sea el paréntesis idóneo para mencionar que, las madres que tienen al padre de sus hijos junto a ellas no tienen siempre una vida de postal estereotipada. De ser así, el mundo marcharía de otra manera forma, porque, como decía una playera incómoda que mi primo adolescente usaba a manera de protesta: “Somos producto de la sociedad”.

Sin embargo, jamás me he derrotado, porque mi vida está haciendo (así, en gerundio) lo que yo quiera. Aunque no sea sencillo. Es así como, tomar la decisión de deconstruirnos y reconstruirnos constantemente para ofrecerle a ese otro ser humano una mejor versión de nosotras y, al mismo tiempo, enfrentar la vida cotidiana no es cualquier cosa; resulta una labor loable que merece ser ovacionada.

Resistir es un verbo clave en la maternidad que, ahora entiendo, debe ser escrito con mayúscula. Curiosamente, nadie lo menciona. Se reemplaza por “amor” (¡vaya estupidez!), “abnegación” (que en realidad quiere decir esclavitud), “entrega” (que para términos prácticos implica pérdida de la identidad). Mi maternidad es totalmente un logro porque la construí desde mi absoluta libertad. No es lo que la “policía de la buena conducta” quisiera, ni tampoco aquello que dicta la culpa o la institucionalidad. Es de manera tal, que me permite ser yo y ser con ella. No puedo evitar mencionar que esta maternidad causa urticaria entre algunos padres de familia y maestros en la secundaria de mi hija, pero no dejo de pensar que ES mi propia definición y hace que todo valga la pena. Mi vida ha cambiado sustancialmente pero no gracias al medio, ni a las “oportunidades”, sino a la determinación que, gracias a la vida, me tocó en cantidades sobrehumanas.

            Sé que mi madre también se sintió desesperada. Ella lleva 37 años casada con un hombre que también la dejó sola, pero con tres hijas. Mi abuela materna se quedó sola criando 7 hijos; una de sus hijas murió 20 años antes que ella. 5 la abandonaron y le quitaron su dinero y sus pertenencias. Solamente una la cuidó sin esperar nada a cambio. Esta última fue mi madre.

Mi abuela paterna murió de pena cuando mi abuelo se suicidó. Durante toda su vida mantuvo “unida” a su familia a pesar de los golpes y humillaciones que sufrió. Sé que mi vida la enuncio desde un sitio muy distinto al de ellas en este momento y puedo disfrutarlo profundamente. Sin embargo, esto no me impide ser consciente de que la realidad no es grata, de que vivimos en una sociedad en la que las mujeres somos juzgadas por ser madres solas, pero también por exigir el derecho a la elección sobre nuestros cuerpos; y que la forma en la que somos juzgadas en este tema no es ni remotamente similar a la forma en la que se juzga la paternidad. O que vivimos en un país en el que 9 mujeres al día son asesinadas (y que también fueron madres e hijas). No mencionaré las que son golpeadas, violadas o explotadas sexualmente.

Quiero un mundo equitativo y seguro para las generaciones siguientes, eso es lo que me impulsa a escribir en este día.

Tengo claro que durante mi vida muchos hombres me han tendido la mano, me han respetado y admirado; hay otros que han disfrutado y construido su paternidad de manera responsable y activa, pero me duele que aún no sean los suficientes para que la balanza se nivele. Quiero con toda el alma que eso cambie rápidamente. Aquellos que han notado que existen otras formas de construir su masculinidad, por favor, contagien su evolución emocional a los otros.

Este tema no se agota en estas líneas. Falta mucho que decir, investigar, resolver y problematizar. Espero que podamos hacerlo en colectivo para hallar las soluciones que tanto requerimos. El mundo no cambiará mágicamente, ni con buenas intenciones, pero sí lo hará con una transformación profunda de nuestras prácticas cotidianas, quizá la clave sea en comenzar con esas que repetimos a diario o que fomentamos o que no evitamos. Ese seguro es un inicio que se encuentra al alcance de cada uno.

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